El poder de ella



EL PODER DE ELLA

Hubo un tiempo en el que los seres nocturnos y los seres diurnos convivían.
Ella aparentemente era una viejecita frágil y vulnerable.
Cada día al punto del amanecer llegaba por el camino que venía del bosque hacía las puertas del castillo.
Sus servicios eran requeridos en todas las salas del castillo.
Luc era el príncipe. Un muchacho quisquilloso y larguirucho.
Aquella tarde Luc jugaba en la plaza con sus amigos. Habían terminado sus largas horas de estudio y entrenamiento.
De las cocinas del castillo les habían dado una vejiga de puerco y estaban jugando dándole puntapiés y cabezazos. Era un juego caótico que servía más bien para deshacer la tensión del tedioso día.
La anciana pasó entre los muchachos y en un golpe certero cayó al suelo. Llevaba en un hatillo las viandas que había recibido por sus servicios.
Luc rió y los otros le hicieron coro. Ella miró de soslayo, se levantó con dificultad y siguió su camino. A sus espaldas las mofas de los muchachos resonaban como campanas. Atravesó las puertas del castillo y cruzó el puente que cubría el foso. Doblada sobre si misma iba formulando palabras ininteligibles.
Luc cayó al suelo, su tez se tornó pétrea. Todo el mundo a su alrededor se quedó en tinieblas.
Un grito seco cruzó el cielo. Su madre que asomaba a mirar la puesta de sol vio como el impacto de un gélido rayo atravesaba el alma del muchacho...
Cayó el muchacho como atravesado por el impacto.
La vieja volvió la vista atrás y con un mohín miró a lo alto de la torre del homenaje dónde la reina había roto el retorno de las aves con su alarido.
Al cabo de días y semanas de no conseguir sanar al muchacho los habitantes del castillo se movían en penumbras, pues no osaban encender antorchas. Nadie lograba dar con remedios o paliativos para el mal que aquejaba al príncipe.
Una noche entre delirios y anegado en sudor sonaron palabras que venían del sueño. La madre interpretó los signos e hizo llamar a la anciana mujer.
No hubo que andar mucho en su busca pues se hallaba entre la servidumbre como era dado en ella.
Todo el mundo se hizo a un lado cuando ésta se irguió y con paso firme se aproximó al lecho del muchacho.
La reina miró implorando misericordia.
Ella no cambió su semblante y con mirada fiera miró a su alrededor. Nadie osó mirarla a los ojos. Era tal la fuerza que emanaba que todos quedaron mirando al suelo.
Enfocó sus dedos índice y anular, en un signo inequívoco de poder, a la testa del príncipe. Éste salió de su letargo.
Todo el mundo quedó sorprendido y encantado ante tal hecho.
Al incorporarse el muchacho ella habló con voz felina diciendo que sanaría si conseguía los tres frutos del árbol del Paraíso, las tres toronjitas de oro.
Para ello debería marchar sólo en su montura. Para ese viaje necesitaría siete hogazas de pan, siete cántaras de leche y siete ruecas de hilar.
Todo se dispuso tal como ella había señalado.
En los preparativos pasó desapercibida la anciana que de nuevo volvió a sus tareas cotidianas sin ser apenas advertida su presencia allí donde estuviera.
Marchó el muchacho bien pertrechado, con todas aquellas cosas que la anciana propusiera debía llevarse en ese largo viaje hacía el Paraíso.
Las puertas de la muralla se abrieron a su paso. Fue un sordo quejido.
En lo alto un ave rapaz daba vueltas en círculo sobre la figura que se adentraba en el bosque. Una oscura y encorvada anciana se movía como alma que lleva el diablo. Conforme se introducía en la espesura de los altos hayedos esa figura se iba irguiendo y transformando en una esbelta dama negra.
La montura, caballo alazán, iba renqueando bajo el peso de semejante equipaje. El muchacho había hecho distribuir la carga a cada lado del animal y él sobre sus espaldas cargaba, en un hato, las siete ruecas que zaherían su espalda no dada a trabajos de carga. Para subsistir pocas vituallas había podido cargar, un queso y una hogaza de pan recién sacado del horno de las cocinas del castillo amasado al apuntar el alba.
Entretanto saliera el muchacho, los seres que permanecían atrás quedaron embargados en triste estado y aquellas tareas que daban vida a las jornadas se quedaron pendidas del hilo del tiempo.
Luc iba caminando al lado de su caballo cargado con todas aquellas cosas que la anciana había indicado para aquel viaje. De pronto, ante él, siete fieros perros enseñaban sus dientes. Luc, sin pensarlo, les arrojó cada uno de los siete panes. No dejaron migaja alguna, lo devoraron todo. Las bestias cuando sacian su hambre se vuelven pacíficas y así sucedió. Quedaron a merced de las caricias del muchacho que después de un rato volvió a ponerse en marcha.
Como los panes estaban a en uno de los flancos del caballo, éste casi cayó de costado a no ser por la rapidez de reflejos del muchacho que de inmediato depositó su hato, con las siete ruecas, en el lado dónde antes estuvieran los panes.
Siguió su marcha, el príncipe, sobre su montura.
Al poco rato el caballo cabrilleó y paró de golpe. Espantado ante la presencia de unas serpientes. Habían topado con un nido de serpientes, eran siete y el muchacho de inmediato puso ante ellas los siete odres de leche. Es bien sabido que a las serpientes les encanta la leche. Se cuentan historias de mujeres que han dado de amamantar a serpientes. Por descuido, cuando dando de mamar a sus criaturas quedaban dormidas. Bebieron las sierpes hasta que no quedo una gota de leche y, como estaban hartas y satisfechas, quedaron dormidas.
Luc más confiado repartió la carga que quedaba, tres ruecas en cada costado del caballo y para él una en el hato. Cuando estaba entretenido distribuyéndolas se vieron rodeados por siete brujas greñudas y malolientes que los miraban con extrañeza y cara de pocos amigos, así le pareció a él. Como era muy listo supo reaccionar con halagos y buenas maneras, no en vano era aleccionado en las mejores artes de la diplomacia. Presentó ante las damas sus ruecas y les explicó las virtudes de tal instrumento, dándoles la mar de explicaciones de cómo las damas de la corte se afanaban en vestir largor ropajes. Aceptaron su regalo y a cambio lo llevaron con ellas. Se sentaron alrededor del fuego y le pidieron que explicara el motivo de su viaje. Él que sabía de los encantos de la palabra bordó e ilustro su relato. Ellas placenteras escucharon mientras le fueron pasando dulce líquido de zumo de bayas y miel, y unos pastelitos de almendras endulzados con el néctar de las flores. Como bien debéis pensar, no eran brujas sino hadas que aparentaban lo que en realidad no eran.
Quedaron encantadas. A las hadas les encanta que les cuenten historias con toda suerte de gestos y detalles y así lo hizo Luc.
A sus preguntas, el muchacho, daba toda suerte de explicaciones sin importarle el tiempo, sin prisas. Él sabía que a los seres mágicos del bosque se les había de seguir la corriente. Es decir, darles coba.
En un momento dado, cuando ya el fuego se achicaba, le dijeron que podía marchar, que siguiera la estrella de la noche, la que sale justo cuando la luna sustituye al sol en su ocaso y que se quedara a dormir allí donde permaneciera.
El muchacho subió a su caballo y marchó siguiendo la señal que ellas le habían dicho, que no es otra cosa que el planeta Venus el que regenta la diosa del amor. Llegó Luc con su caballo al claro del bosque y justo en ese momento vio que la Luna que parecía seguía sus pasos se quedaba quieta acompañada por la estrella del Norte.
Tal como le dijeran las hadas, Luc se dispuso a dormir. Cayó en un dulce y profundo sueño. Al principio todo era algo así como velos blancos que se movían al toque de una suave brisa. Quedó profundamente dormido.
Abrió los ojos y con la claridad de la mañana vio ante él el árbol del Paraíso, el de las toronjas de oro. Advirtió que solamente pendían de sus ramas tres toronjitas de oro.
Cogió las tres y se guardó una en cada bolsillo y la tercera la miro y remiró. Tenía la uña del dedo meñique muy larga. Los caballeros y senescales del reino tenían la coquetería de dejarse crecer esa uña y él, como todos los muchachos que se miran en los mayores, había hecho un tanto de lo mismo.
En la toronjita de oro no había muesca ni ranura. Miraba y remiraba dando vueltas y más vueltas a la preciada fruta. En un descuido su uña la rozó y de pronto ésta se abrió por la mitad y de ella salió un hada menuda, como una niñita.
Ella le exigió de inmediato que le entregara una jofaina para lavarse, una toalla para secarse y un peine para peinarse. No dio tiempo a excusas. Al ver el gesto de sorpresa del muchacho se esfumó.
Él quedó consternado. Sacó una de las toronjitas que tenía en el bolsillo y la manipuló, esta vez con mayor cuidado, pero ocurrió otro tanto. Se abrió por la mitad y de ella salió un hada hermosa. Con la misma exigencia, ésta le pidió que le entregara una jofaina para lavarse, una toalla para secarse y un peine para peinarse. El muchacho se lamentó de no haber previsto tal cosa y ella sin darle lugar a explicarse desapareció.
Ya la cosa se ponía mal así que decidió esperar a solucionarlo en el castillo y metió la que le quedaba, a buen recaudo, en uno de los bolsillos.
El caballo lamió su cara y el príncipe despertó del sueño.
No había sido algo que ocurriera en ese bosque, el Paraíso sólo se visita en sueños.
Luc pensó que había desperdiciado su oportunidad. Metió las manos en los bolsillos y descubrió que una cosa redonda y diminuta se movía entre otras cosas que solía llevar como todos los muchachos: conchas, piedrecitas, piñas, alguna cinta de alguna damisela,...
Era la toronjita de oro que quedaba por abrir. Se quedó pensativo sin saber qué hacer.
En éstas se acercó ronroneando una gata negra. Como suele suceder con los gatos, Luc le acarició el lomo y le hizo mil carantoñas. Ella no paró de hacer monerías.
El príncipe preparó leche de la que le habían dado las hadas la noche anterior con trocitos de pan y se lo acercó a la gata. Ella se tomó todo y lamió el plato.
Ya se sabe que los gatos son muy suyos, ella no iba a ser menos. Le miró un par de veces y con un ronroneo acarició con su lomo su pierna. Era su forma de agradecer lo que había tomado, pero marchó.
Ésta era la anciana que se había transformado en el felino para poner a prueba la bondad del muchacho.
Al cabo de un rato se presentaron a sus ojos las hadas, totalmente transformadas. Habían tejido telas irisadas y vestían como tú y yo sabemos que visten las hadas.
Lavadas y peinadas. Perfumadas de aroma de flores. Eran otras. Jugaban y cantaban.
De inmediato advirtieron que algo le pasaba al muchacho y le preguntaron.
Evidentemente, ya lo sabemos, fueron horas de narrar el sueño que había tenido. Con toda suerte de gestos y detalles, como ellas agradecen, les explicó y dijo.
Cuando terminó el relato vio que le traían una jofaina de oro, una toalla de terciopelo fucsia y un peine de nácar. Le recomendaron que no se precipitara, que para todo hay tiempo.
La anciana que no era otra que una mujer de poder, dama negra, que contactaba con las fuerzas de la oscuridad había visto el alma sencilla del príncipe y por ello había mediado a su favor delante de las hadas del bosque de hayas.
Como recordareis las hadas le habían dicho que se lo tomara con calma. ¿Con calma? Los jóvenes no se toman nada con calma. Viven la vida como si nada fuera a interponerse. Que la paciencia no era la virtud que ornaba a Luc. No paraba de tocar la fruta con sus dedos. Quería distraerse pero le era imposible, todos sus pensamientos derivaban en el deseo de saber, de ver que magnificencia se obraría en la tercera de las toronjitas de oro.
Durante todo ese tiempo había sido observado desde lo alto por un ave que, si recordáis, había salido siguiendo los movimientos de la dama negra.
La madre del príncipe era la que, transformada a través de un sueño, había salido para proteger a su hijo. Todas las madres volarían en círculo, como ella lo hizo, para cuidar de sus retoños si los previeran en algún peligro.
Los acontecimientos no se habían complicado y ella ahora se mantenía en la distancia a la espera del regreso del muchacho.
Luc no pudo aguantar más y al final cedió a su curiosidad. Descansó en el claro del bosque, a la orilla de un riachuelo de aguas cantarinas y en un momento que ni él sabía por qué lo hizo manipuló la fruta dorada. De ella salió una muchachita de semblante triste. Él, sin que ella se lo pidiera, le entregó los tres objetos que las anteriores le habían demandado. Ella los recogió e hizo uso de ellos. Puso agua del arroyo en la jofaina y lavó los pies cansados del muchacho. Los secó con sus cabellos y después usó el peine para pasarlo por las crines del caballo. Envolvió con la rosada prenda la jofaina y el peine, añadiendo al paquete florecillas y hierbas aromáticas.
A todo esto, Luc enmudeció. No fue algo momentáneo, será tema para otro momento.
Cuando todo se hubo cumplido la muchacha recogió las cosas que se habían quedado por tierra y ensilló el caballo. Luc subió como si de un autómata se tratara, estaba a su merced.
Cuando lo hizo ella el caballo se transformó en un hermoso unicornio alado. De cada uno de los costados le crecieron unas hermosas y largas alas y en su testuz se formó un cuerno resplandeciente.
La figura se dibujó en el aire y un revoloteo de aves asustadas salieron en estampida de las copas de los árboles. Se oscureció la tarde y ellos sobre su montura ascendieron sobre las nubes tomando rumbo desconocido.
El halcón que confiado miraba perdió el plumaje y cayó sobre la hierba convirtiéndose en una figura frágil, la dama blanca.
No muy lejos de allí, una oscura silueta remontaba los cielos sobre su escoba siguiendo el camino trazado por el unicornio y sus dos jinetes.
Éste sería el principio de un largo viaje. El retorno solo sería posible en el entendimiento del príncipe y la muchacha que poco interés parecía tener en ello ya que había sido sacada de su plácido sueño.
Serían largas jornadas de encuentros y desencuentros.
En el castillo la vida volvió a normalizarse. Pasaron los tiempos de las cosechas, inviernos y estíos.
La madre del príncipe se iba achicando día a día, apenas comía bocado y estaba siempre triste en su balcón con la mirada puesta en el horizonte que venía del norte.
Cada mañana, cuando se abrían las puertas del castillo, la dama veía con tristeza como la encorvada anciana entraba y se confundía entre la multitud. En un corto intervalo de tiempo se producía el encuentro de la mirada de las dos mujeres, apenas un instante en el que ellas se daban ánimos para poder superar la cuesta del sol que debía atravesar el día.
Ocurrió largos días, tantos que si alguien hubiera querido decir en qué fecha había sucedido le hubiera sido difícil hacer la cuenta. Eran años de tristeza en los ojos de esa madre que desesperada esperaba el retorno de su hijo.
Los aconteceres del castillo en nada la ocupaban, languidecía y en latente espera se movía.
Empezaban los ritos del Imbolc, era el inicio del nuevo renacer solar. Era un ritual de fuego en el que los campesinos recorrían los caminos con una antorcha en la mano llevando el fuego de aldea en aldea. Se hacía fiestas dónde se celebraban los nuevos nacimientos, de criaturas y animales, y se bañaban con vino.
Esa noche la reina remontó, con la protección de la Diosa, nuevamente los cielos en su alada figura.
Un halcón blanco pareció verse sobrevolar camino del norte. Otra figura oscura remontaba los cielos siguiendo la misma ruta.
Señales dicen que en las runas se leyeron de nuevos aconteceres. Otro día seguiremos construyendo esta historia.

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